Friday, March 18, 2016

Jesuit Classical Education (Ratio Studiorum) in America 1604


LA RATIO STUDIORUM EN EL NUEVO REINO DE GRANADA

Hunc de Ratione Studiorum in Novo Regno Granatensi sermonem ineunte, dominae et domini, primum dilectae huic Pontificiae Bolivarianae Universitati et praesertim magistro Gullielmo Leoni Correa, vobis deinde propter huic de classica et semitica hereditate certamini concursum máximas gratias agere, Societati tandem Iesu et potissimum patri Emmanueli Briceño Jáuregui, quo duce ac praeceptore mihi additus ad latinarum et graecarum litterarum studia apertus fuit, grati animi tributum solvere intendo.

Este párrafo introductorio es una simple muestra del ejercicio que la Ratio Studiorum exigía de los alumnos, no solo en las ocasiones solemnes, como ésta, sino en la vida cotidiana. Traduzcámoslo a nuestra lengua castellana, en la cual seguiré la conferencia, para que no se asusten:

“Señoras y señores: al empezar esta charla sobre la Ratio Studiorum en el Nuevo Reino de Granada me propongo, en primer lugar, dar las gracias a la querida Universidad Pontificia Bolivariana y principalmente al profesor Guillermo León Correa, luego a ustedes por la asistencia a este seminario sobre la herencia clásica y semítica, y finalmente pagar el tributo de gratitud a la Compañía de Jesús y muy especialmente al padre Manuel Briceño Jáuregui, cuyo magisterio y guía me abrieron el acceso a los estudios de latín y griego”.

Antes de entrar en materia conviene anotar que el establecimiento de los jesuítas, hace cuatro siglos, en Santa Fe de Bogotá, para entonces sede de la Presidencia de la Nueva Granada, marcó el comienzo de una nueva práctica de enseñanza, no solo de la lengua latina, sino también de las lenguas indígenas. En efecto, el año 1604 el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero tomó la decisión de encomendar a los jesuítas el Colegio Seminario de san Bartolomé, para la formación del clero diocesano; con el correr de los años los regulares fundarían su propio seminario y a la vez acogerían en sus aulas a quienes, sin buscar el sacerdocio, aspiraban a una formación en letras y en los estudios superiores, sin dejar de lado tampoco a los aspirantes de diversas comunidades religiosas. Así fue consolidándose el benemérito colegio de san Bartolomé, que luego recibiría del Rey la distinción de Real y Mayor, una de las instituciones de más influencia en la formación de la clase dirigente durante la época colonial, y trascendental en la de la Independencia; a su lado funcionarían, hasta la expulsión de los jesuítas en 1767 por el rey Carlos III, la Academia Xaveriana y el Colegio Máximo, aquella con la facultad de expedir grados en Artes, Teología y Derecho, éste dedicado a la formación exclusiva de los jesuitas aspirantes al sacerdocio[1].

Al entrar en materia es necesario dedicar unos momentos a explicar el origen y contenido de la Ratio atque institutio Studiorum Societatis Iesu, comúnmente conocida como Ratio Studiorum. Aprobada la Compañía de Jesús en 1540 y puesta por su fundador, san Ignacio de Loyola, al servicio del Sumo Pontífice, pronto centró su acción evangelizadora en dos campos: las misiones entre los infieles, en la cual fue pionero el navarro Francisco Javier, compañero del Fundador, y la educación de la clase dirigente, en colegios y seminarios. En efecto, ante la arremetida de la Reforma protestante, la Compañía de Jesús trató de combatir con un proyecto novedoso, que aunaba la ortodoxia doctrinal (de hecho, fue quizás la más clara impulsora de la contrarreforma) y el humanismo renacentista, proyecto en el cual nova et vetera se integrarían en una síntesis original. Para dar cuerpo a esta propuesta educativa, pocos decenios después de la aprobación de la Orden se elaboró la Ratio Studiorum, bajo la dirección del padre Acquaviva, proyecto con validez no solo para Europa sino para los nuevos territorios descubiertos en América, el Asia y África. Sin hipérbole podríamos hablar de una globalización de la educación bajo la dirección de los jesuítas. Para cuando llegaron a Santa Fe de Bogotá los padres, ya el proyecto había sido puesto a prueba y consolidado en París, Madrid, Roma y numerosas ciudades del viejo mundo[2].

La escuela de primeras letras, en la que los niños, por lo general, empleaban dos años en aprender a leer, escribir, contar y recitar el catecismo, era el primer paso en el proceso de educación, pero de ella no se ocupaba la Ratio Studiorum, sino que estaba bajo la supervisión del cabildo de cada ciudad o villa, si no es que era dada en el propio hogar. De ordinario esa enseñanza era de por sí bastante restringida en sus alcances; en la mayoría de las escuelas elementales apenas sí se reconocían las palabras en una citolegia, se garrapateaban unas letras en las clases de escritura, se contaba a lo más hasta un centenar y se recitaba de memoria, sin captar su contenido teológico y doctrinal, el catecismo del jesuíta Gaspar Astete. Concluida esta etapa, los niños pasaban a los estudios medios y superiores, de cuya reglamentación se ocupó la Ratio. La enseñanza media incluía los cursos de gramática (la latina, por antonomasia, aunque sin dejar de lado la gramática vernácula y la griega), retórica y poética, con duración variable, pero que en los institutos dedicados a la formación de los futuros sacerdotes jesuítas tenía duración de cinco años. A continuación todos los alumnos iniciaban sus estudios superiores en la Facultad de Artes, como desde la Edad Media se llamaba a la de filosofía, donde permanecían durante tres años, para luego optar por las diferentes facultades, que hoy llamaríamos profesionales, a saber, derecho, medicina o teología, la reina de ellas; en estas los estudios duraban entre cuatro y cinco años, y al finalizar se obtenía el título de doctor.

Dada la orientación del presente seminario, voy a detallar lo relacionado con la enseñanza media. Los alumnos, quienes en ocasiones aún eran niños, de unos diez años, pero que en los seminarios no debían tener menos de doce cumplidos, como lo prescriben las constituciones de San Bartolomé, estudiaban de preferencia el latín, lengua que debían hablar desde el inicio (no propiamente con elegancia ciceroniana en la mayoría de los casos, aunque no faltaron excepciones); dedicaban tres años fundamentalmente a la gramática latina, en los cursos llamados de mínima, media y suprema. En el año de mínima se afianzaba la morfología, entonces llamada analogía; en el de media, la sintaxis, y en el de suprema se estudiaban los casos especiales, haciendo especial énfasis en la composición escrita en latín y en la conversación y memorización de trozos de autores antiguos. Además se estudiaba la gramática y lengua vernácula, en nuestro caso la castellana, en referencia siempre a la gramática latina. Venía luego el año dedicado a la retórica y a continuación el de poética. A partir del tercer año, el de suprema, la Ratio prescribía el estudio de la gramática y autores griegos, dentro de la más pura tradición humanista. Con todo en el San Bartolomé colonial al parecer se mostró poco interés por esta lengua, y en cambio se dio, en especial durante el siglo XVII, una gran importancia a las lenguas indígenas, siempre en la perspectiva comparativa con la latina. Esta es una innovación llamativa que muestra la flexibilidad de los miembros de la nueva orden que, sin dejar los principios generales y los contenidos básicos de su método, supieron darle el colorido local y adaptarlo a las necesidades específicas del medio en el que ejercían su labor evangelizadora. Empero, a partir del siglo XVIII se introdujo el estudio del griego, cuando ya había perdido interés evangelizador y político el estudio de las lenguas indígenas, pues era un hecho su desaparición y la ladinización de los pocos sobrevivientes de la hecatombe demográfica y cultural promovida por el imperio. Con todo, fue poca la importancia real dada al estudio del griego en ese establecimiento; al parecer fue escaso el número de profesores que dominaran esa lengua, debido en lo fundamental a que ya los ecos del humanismo renacentista estaban bastante lejanos y los estudios tradicionales habían entrado en un período de estancamiento o decadencia, que fundamentaría las fuertes y no siempre injustas invectivas de los ilustrados en los últimos decenios del siglo contra la enseñanza tradicional.

Aunque todos los autores consultados coinciden en el año 1605 como inicio de las clases de latinidad en el colegio seminario de san Bartolomé, no lo hacen en cuanto a la fecha de su solemne inauguración. Acogo la del primero de enero, propuesta por el jesuita venezolano, miembro de la Academia Colombiana de Historia y autorizado investigador, José del Rey Fajardo, en su libro La “Facultad de Lenguas” en la Javeriana colonial y sus profesores, publicado el año 2004, cuya lectura inspiró a mi consagrado alumno Andrés Rodríguez Cumplido a proponerme con insistencia que participara con esta conferencia en el presente seminario. A ambos doy mis agradecimientos: a Andrés por su continua insistencia y al padre Del Rey por un libro que recoge con erudición y simpatía la enseñanza humanística de los jesuítas. El autor se basa en una Carta Annua, documento conservado en el Archivo Romano de la Compañía de Jesús. Ese día, luego de la misa solemne y la invocación al Espíritu Santo, de rigor en este tipo de eventos, el jesuíta italiano José Dadey, excelente humanista, pronunció la lectio inauguralis en impecable latín. Fue este un ilustre lingüista, de quien el padre Pedro de Mercado, autor del libro Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, dijo que llegó a dominar más de cinco lenguas indígenas; unos años después regresó a la Javeriana para regentar la cátedra de lengua chibcha. En la Biblioteca Nacional, heredera de la Real Biblioteca de Santa Fe, primera que tuvo el carácter de pública en el continente americano, constituida, como es bien conocido, con los libros que formaban parte de las bibliotecas de la Compañía al ser expulsados en 1767, se encuentra un manuscrito anónimo titulado Gramática y Vocabulario de la lengua mosco-chibcha; su autoría ha sido atribuida con bastante seguridad al padre Dadey.

A él lo siguieron en la cátedra numerosos compañeros de Orden, cuyos nombres ha tratado de rescatar el citado padre del Rey Fajardo, aunque aún subsisten lagunas por deficiencias en la documentación. Como él lo afirma, “los maestros de gramática y retórica, como principio y norma general, solían durar dos años en su actividad docente en la cátedra y a nuestro parecer este hecho explica la poca producción literaria formal que vivió la Provincia del Nuevo Reino durante el período colonial”, situación que contrasta con la abundante producción en filosofía y teología. Dice él que ello obedece a “una conducta oficial que no hemos podido estudiar a plenitud”. Me atrevo a sugerir una interpretación. Si bien al mirar con detenimiento el largo listado de profesores de latinidad encontramos los nombres de los más destacados jesuítas, tanto por los cargos ocupados luego en el gobierno de la comunidad, como por su producción filosófica y teológica y su labor evangelizadora, en general su paso por la docencia de la gramática o la retórica, además de efímero, fue temprano, en los primeros años de su vida sacerdotal o aun antes, en el período de formación. Ello es fácilmente comprensible en el ambiente de la época y en la organización jesuítica. En efecto, la enseñanza de la latinidad era apenas el inicio de la carrera de las letras, y los más destacados profesores irían a las facultades superiores, especialmente a la de teología. Además, muchos de los jesuítas se dedicarían de preferencia a la labor misionera o a las labores pastorales, por lo que la enseñanza de la gramática y la retórica era una fase inicial de su labor, el servicio docente obligatorio que debían pagar en su proceso de formación.

Los estudios progresaron con rapidez. En efecto, ya en 1611 y 1612 el provincial, en sus habituales Litterae Annuae, decía que “en dos clases de gramática leen dos de los Maestros a un buen número de estudiantes, de cuyo fruto ha gozado ya la ciudad oyendo declamaciones, oraciones latinas, viendo epigramas, hieroglíficos y otros géneros de poesías que en varias ocasiones de fiestas y exequias de la reina se han sacado a luz”[3].

Para la Ratio la pieza fundamental de la enseñanza era el Maestro, quien, por lo general, se dedicaba exclusivamente a esa labor: estudiar, preparar las clases, atender a los alumnos, dictar los cursos. Dictaba cada día, de lunes a viernes, cuatro horas de clase, dos en la mañana y dos en la tarde. Además debía controlar a diario los ejercicios de memoria, corregir “con cada uno de los alumnos” las composiciones, y preparar con especial cuidado la prelección. Ello se plasmaba en un registro detallado de la evolución de cada uno de los alumnos, que era supervisada por el prefecto de estudios.

Según la Ratio, tres cualidades fundamentales debían adornar al profesor de humanidades: perfecto dominio de las lenguas, a saber la griega, la latina y la propia, conocimiento suficiente de las ciencias que ayudan a completar el ciclo de las bellas artes, y destreza en el manejo de las metodologías creativas. El profesor debía tener un buen estilo latino, lo cual lograba con la lectura asidua, la escritura y la imitación de autores clásicos. La lectura debía ser de diferentes autores, pero de modo sobresaliente de Cicerón. El ejercicio de la escritura, denominado composición, debía ser diario, tanto en los alumnos como en el profesor. La imitación sugerida consistía en traducir un trozo de Cicerón a la lengua vernácula, y pasado un tiempo trasladarlo de nuevo al latín y compararlo con el original del orador latino.

En los tres primeros años, ínfima, media y suprema, el contenido fundamental era la gramática latina, con miras a un perfecto dominio de la lectura, escritura y conversación. Hubo diferentes textos de gramática en las múltiples regiones en las que los jesuítas ejercieron su labor docente. En la Nueva Granada, según el mencionado padre Del Rey, predominó el denominado Arte Regio, reedición de Lebrija a cago del padre Juan de la Cerda, que llevaba este largo título: Aelii Antonii Nebrixensis de Institutione Grammaticae libri quinque, iussu Philippi III, Hispanarum Regis Catholici, nunc denuo recogniti. Tal texto había sido impuesto por Felipe III mediante real cédula del 8 de octubre de 1598. Con todo, también tuvo bastante difusión la Grammatica, texto elaborado por el jesuíta portugués Manuel Álvarez en el siglo XVI, y cuyos méritos destacaba la Ratio Studiorum en 1586 con estos términos: “Si quid...in synthaxi latinum, purum, tutum, elegans optari potes, id non ex aliis grammaticis, quia ea de re vel falso, vel improprie, vel barbare praeceperunt, sed ex Emmanuelle petendum videtur”[4].

Sobre el texto del padre Álvarez escribió en 1962 Emilio Springetti: “Es un método racional: expuestas brevemente las reglas, añade en cursiva, para los profesores, apéndices y comentarios llenos de observaciones y espigaciones históricas, filológicas, pedagógicas; denota estudio intenso y escrupuloso, lectura cuidadosa y minuciosa de los autores y gramáticos, erudición singular. En la sintaxis expone claramente las reglas más difíciles y con excepciones. Es una gradación de dificultades: las reglas comunes las acomoda a la capacidad de todos los estudiantes; en cambio los apéndices los reserva para los escolares más capaces y preparados y para los profesores”.[5]

Elemento fundamental, que hacía eficaz la labor del maestro, es el método. Esta palabra es la adecuada para traducir la locución latina ratio. En primer término, el profesor jesuíta había cursado por lo general los estudios superiores, al menos los de la facultad de artes, y con frecuencia los de teología, y estaba, por tanto, adiestrado en el método escolástico de la lectio, quaestio y disputatio. La lectio se realizaba tanto en el texto de la gramática, del cual disponían por lo general los alumnos, como de manera especial en los clásicos consagrados, entre los cuales Cicerón y Virgilio ocupaban la primera línea. Esa lectura tenía diferentes niveles sucesivos: un primero, el de la exégesis literal, que buscaba la comprensión de cada término; en segundo lugar, se trataba de captar el sentido global del texto, lo que implicaba el análisis sintáctico más completo, para concluir con una explicación del contexto en el que se ubicaba el texto.

La quaestio era un paso más avanzado, en el que, mediante la interrogación y confrontación de pareceres, se buscaban las razones más profundas del planteamiento del autor, y en ocasiones se apuntaba a la insuficiencia del planteamiento.

Finalmente la disputatio, trascendental en el método escolástico en su aplicación a la filosofía y la teología, tenía sin embargo menor aplicación en las humanidades, en cuanto los pequeños estudiantes aún no habían sido adiestrados en la dialéctica y no contaban con elementos suficientes para una discusión fecunda.

Para los cursos de humanidades los tres pasos del método adoptan estas variantes: praelectio, repetitio, exercitium.

La prelección estaba a cargo del profesor, e incluía diferentes momentos. Se partía de una lectura seguida del texto, con la entonación adecuada, a fin de que el alumno, mediante el oído, empezara a captar el contenido. Luego el maestro narraba, en latín, el argumento del texto, y establecía las relaciones con las lecciones anteriores. A continuación venía la exposición literal, explicando el orden de las palabras, la estructura de la oración y el significado de los términos oscuros. Después se procedía al estudio propiamente gramatical, el morfológico, más intenso cuanto menor era el avance del alumno; para los alumnos de los cursos superiores esta fase insistía en el estudio de los estilos literarios. Venía luego el paso denominado erudición que consistía en la explicación ilustrativa del fondo del texto objeto de estudio, cuya complejidad dependía tanto del contenido del texto como especialmente de la capacidad del profesor y la amplitud de sus conocimientos. Con todo, la Ratio recomendaba al profesor moderación en esta labor, de modo que avivara el ingenio y sirviera como motivación al alumno, pero sin alejarlo del conocimiento a fondo de la lengua. El paso final era la aplicación a la vida diaria de lo estudiado, con miras a proyectar modelos de vida y de comportamiento.

La repetición, en cambio, era competencia del alumno. Estaba basada en el principio de que cuanto más se repiten mejor se graban las cosas, el “bis repetita placent”, sin que se tratara de una simple memorización. Se ejecutaban tres tipos de repetición: inmediatamente después de la prelección, al día siguiente y los sábados. La primera, la inmediata, se orientaba a fijar la atención del alumno en lo esencial, lo más importante y útil. La segunda, al día siguiente, buscaba presentar esa elaboración, más madura, a los compañeros y al profesor; allí los compañeros no eran simples escuchas, sino que, como émulos, corregían los errores detectados. Hay que recalcar que la emulación fue un principio fundamental de la pedagogía jesuítica. En la sabatina, por último, la emulación se tornaba competición. La forma más común era la división del curso en dos grupos, de ordinario denominados Roma y Cartago, que trataban de superar a los rivales.

El tercer elemento del método, los llamados ejercicios, integraba la acción conjunta de profesor y alumnos. Su forma primordial y ordinaria era la composición, esto es, el ejercicio de escritura. El alumno traducía del latín al español, del español al latín, o elaboraba redacciones sobre temas diversos, pero relacionados con los contenidos del curso. El alumno debía redactar, unas veces en latín, otras en su lengua, cartas, narraciones, descripciones, y en los cursos más avanzados discursos o poesías. A la composición diaria se dedicaba al menos una hora, y se hacía tanto en el salón de clase, con lectura pública y corrección en el aula, como en privado, para entregarla al profesor, quien hacía sus anotaciones en privado y luego hacía leer las más destacadas o las exponía en carteleras en el salón. Esta corrección sistemática del profesor, quien además recomendaba la imitación de modelos apropiados, era la clava de la eficacia del método.

A los ejercicios cotidianos se agregaban los extraordinarios, a saber, las concertaciones y las declamaciones. La concertación era la puesta en escena del principio de emulación en su forma pública y colectiva. El alumno o grupo de alumnos obtenía por su rendimiento durante el período escolar el derecho a exponer y defender un tema señalado ante sus compañeros de clase y ante todos los alumnos y profesores, y en ocasiones ante público invitado, entre los que estarían el arzobispo, los canónigos, el virrey y los oidores, al menos una vez en el año. La declamación era la culminación de los ejercicios, y era propia de los cursos superiores, de retórica y poética. Había diferentes momentos y espacios: el aula, las repeticiones sabatinas, la pública, ante todo el colegio reunido en el refectorio o en la iglesia, y la solemne, con asistencia de invitados. En las declamaciones públicas el texto, una composición latina de varias páginas, era previamente corregido por el profesor, y el alumno lo aprendía de memoria y se esforzaba por una correcta pronunciación y por alcanzar los ademanes y gestos adecuados.

Como alumno de los jesuítas tuve el privilegio de vivir, en pleno siglo XX, este mismo método y los contenidos prescritos por él. Hay que añadir que me correspondió estudiar no solo latinidad durante cinco años, en los respectivos cursos, sino griego durante tres años, como trataré de exponerlo a continuación.

El primer año de estudios, llamado de ínfima, estaba centrado en el estudio de la morfología, en especial las declinaciones de los sustantivos, adjetivos y pronombres, y en los cuatro modelos de conjugación de los verbos regulares, además del verbo esse. “Quien bien conjuga y declina sabe la lengua latina”, era el dicho que resumía el objetivo del curso. En este y el siguiente se seguía la Gramática Latina Elemental, elaborada por el padre Ignacio Errandonea, docente en el colegio San Bartolomé y publicada en Bogotá, en 1913. De ella dice José Manuel Rivas Sacconi que tuvo mucha difusión en América y España, siendo numerosas las ediciones europeas.[6] Para los ejercicios de traducción se utilizaban las Selecta ex optimis latinitatis auctoribus, que por lo general venían en tres volúmenes, uno para cada curso. El contenido del texto para el de ínfima incluía pasajes de historia sagrada, fábulas de Fedro y textos de Cornelio Nepote, Tito Livio y algunas cartas breves de Cicerón, por lo general a su esposa o a su hermano Quinto. De lunes a viernes se tenían dos horas de clase en la mañana y dos en la tarde, en las que se desarrollaban las actividades antes descritas.

El segundo nivel, el de media, estaba centrado en el estudio de la sintaxis, tanto de las oraciones simples como de las complejas. Particular atención se prestaba a la consecutio temporum, las oraciones de infinitivo, el participio absoluto, las oraciones interrogativas, el estilo indirecto, y las demás peculiaridades de la sintaxis latina. Para los ejercicios se acudía al segundo tomo de la Selecta, que incluía textos de Julio César, trozos de las Catilinarias de Cicerón, de Salustio y de Tito Livio. De nuevo se tenían cuatro horas de clase diarias, más el tiempo dedicado al estudio particular. Conviene anotar que el año escolar era de cuarenta semanas, distribuidas en dos semestres.

El tercer nivel, el de Suprema Grammatica, estaba consagrado a perfeccionar el dominio de las excepciones y casos más complejos de la subordinación, así como a las reglas de la prosodia y la métrica. A la Gramática de Errandonea se agregaban otras que estaban a disposición de los alumnos en la biblioteca. Tengo en mis manos el libro de traducciones, el tercer volumen de la Selecta ex optimis Latinitatis Auctoribus, Supremae Scholae Grammatices et Humaniorum Ordini accomodatum, impreso por Eugenio Subirana, editor pontificio, en Barcelona, en 1913, que obtuve de una venta de libros viejos en Santa Fe de Antioquia hace unos veinte años. Contiene, para el primer semestre, cartas de Cicerón de diferentes tipos: oficiosa, de consolación, de recomendación, de felicitación y de petición; un extenso trozo del diálogo De Senectute, algunas narraciones y descripciones oratorias del orador latino; así mismo fragmentos de la obra de Quinto Curcio sobre Alejandro Magno, de Tácito sobre la Vida de Agrícola; 14 poemas de Catulo, cuatro elegías de Tibulo, seis de Propercio, la Fábula de Faetón de Ovidio, tres églogas de Virgilio y partes de las Geórgicas. En el segundo semestre se estudiaban fragmentos de Quintiliano, partes de la invectiva de Cicerón contra Verres, y varias de sus oraciones completas: Pro Lege Manilia, Pro Archia poeta (su antiguo maestro) y Pro Marcello; trozos de los Epigramas de Marcial, elegías de Tibulo y Ovidio, los dos primeros libros de la Eneida y veinte odas de Horacio. Como en los años anteriores, se tenían cuatro horas de clase diarias, a más de un tiempo razonable para el estudio particular.

En este año también se iniciaba el estudio del griego, con dos horas diarias de clase. Se veían la morfología y las normas básicas de la sintaxis, siguiendo el texto del jesuita Blas Goñi, editado en España, y para traducir se acudía al muy difundido texto Chrestomathie Grecque, de Ragon, en cuya décima octava edición, hecha en París, año 1934, se anota que corresponde a los ejemplares 113.000 a 125.000, y en 1955 ya iba por la edición 22. Este ejemplar me fue obsequiado por un sacerdote eudista recientemente. Conviene anotar que el texto estaba al alcance del alumno pues también se tenían cuatro horas semanales de clases de francés.

El cuarto año era denominado de Retórica. Se suponía en el estudiante un dominio completo de la gramática latina, amplio vocabulario y facilidad de expresión. Como su nombre lo indica, el contenido básico era la capacidad de expresarse con elegancia y eficacia en los discursos, los laicos, y en los sermones, los eclesiásticos. La teoría estaba dada por el De Oratore de Cicerón que era estudiado en su original latino. Tengo en mi poder un ejemplar del tomo cuarto de la Selecta ex classicis latinitatis auctoribus in quatuor tomos divisa, ad usum scholarum Societatis Iesu, impresa en Madrid en 1827, y que fue conseguida en 1990 en una librería anticuaria en Bogotá. Para el estudio detallado de los discursos, a más del De Oratore, contiene la primera Catilinaria, dividida en Exordium ex abrupto, Confirmatio y Epilogus; trae a continuación la famosa Pro Milone, tan elaborada, que de ella corre, desde la antigüedad la anécdota de lo que escribió Milón, desterrado en Marsella, a Cicerón, su abogado: “Si ita dixisses non ederem pisces alienos”; se señalan su Exordium, Propositio, Refutatio, Narratio, Prima et secunda pars confirmationis y Peroratio. A continuación se estudiaban las oraciones Pro Ligario y la segunda de las oraciones In Marcum Antonium, conocidas como Filípicas, por su similitud con las de Demóstenes. En este curso se daba especial importancia a la composición, imitando a Cicerón en sus diferentes oraciones, y en la elaboración de un texto extenso y original, para ser declamado solemnemente. Durante este año se tenían solo dos horas de clase diarias de latín, pero se intensificaban las dedicadas al estudio particular.

Además se continuaba con el estudio de la gramática griega, y se traducían textos de algunos oradores, tales Demóstenes en su Perí stephánou, contra Filipo de Macedonia, y san Juan Crisóstomo. Esta asignatura tenía también dos horas diarias de clase. Completaba el pensum el estudio de la historia del arte y de la literatura, con menor intensidad.

Culminaba este proceso formativo con el curso quinto, dedicado a la poética. Supuestas unas buenas bases de métrica, en el primer semestre se estudiaban la Ars Poetica de Horacio y los diez libros restantes de la Eneida; en el segundo semestre se analizaban Odas y Épodos de Horacio. De nuevo se dedicaban dos horas diarias de clase a esta materia, más otras tantas al estudio particular. Se hacía énfasis en la lección de memoria y en menor grado en la composición. Se continuaba, además, el estudio del griego. En el primer semestre se veía el Oidipous Týrannos, completo, y en el segundo varios cantos, el primero, el sexto y el vigésimo segundo de la Ilíada, con algunos fragmentos de la Odisea, teniendo como referente la Poética de Aristóteles. También durante este año se continuaba el estudio de la historia del arte y de la literatura, con lectura de los clásicos de los diferentes géneros.

El tantas veces referido texto del padre José del Rey Fajardo, al que en esta presentación he acudido en numerosas ocasiones, presenta varios ejemplos de ejercicios prácticos de prelección de textos latinos. De particular interés, y recomiendo su lectura, son los que dedica a la oda 11 del libro I de Horacio, dedicada a Leucónoe, y el que trata del Pro Milone de Cicerón.

A modo de conclusión de este comentario sobre el método de la Ratio en los estudios humanísticos, en el curso de poética, voy a presentar la breve oda, solo ocho versos. Dice así en latín:

Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi, quem tibi
Finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios
Temptaris numeros; ut melius quidiquid erit pati,
Seu plures hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam,
Quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Tyrrhenum, sapias, vina liques, et spatio brevi
Spem longam reseces; dum loquimur fugerit invida aetas:
Carpe diem quam minimum credula postero.

La oda tiene este argumento: es una exhortación a su amiga, Leucónoe, a gozar la vida que es efímera, sin preocuparse por el porvenir. No vale la pena consultar adivinos para averiguar el futuro. No es posible saber si nos espera un largo tiempo o ya está cercano el fin de la vida. Lo importante es disfrutar el momento y recortar para un breve tiempo las esperanzas largas. Hay que gozar el día presente, pues no sabemos si habrá uno mañana.

Es del caso explicar algunas de las palabras y giros usados por Horacio. Ne quaesieris, es una prohibición, en perfecto de subjuntivo, lo que trae un matiz de súplica, mas que de orden, y a la vez de reiteración. El término nefas cubre un amplio espectro, desde lo prohibido por la ley divina, hasta lo criminal e ilegal; parece claro que en este caso se alude a los designios del padre de los dioses; la oración, scire nefas, es un modelo de concisión. El verbo dederint es, de nuevo, un perfecto de subjuntivo, que indica la asignación o predeterminación de la duración de toda vida por los dioses, sin que tenga nada que ver el sujeto, tema que pervive hasta nosotros a través de los siglos. En cuanto al nombre de Leucónoe dado a su amiga, es compuesto de dos vocablos griegos que significan la de mente blanca, inteligencia pura. A su vez los babylonios numeros se refieren a la astrología de los caldeos, muchas veces mencionadas en la antigüedad. El ut melius quidquid erit pati es un llamado con tintes estoicos a soportar lo que venga, que evoca lo que le dice al feliz Lucio Sextio en la oda 4 del libro I: pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turrres; así, ya que no se puede torcer el destino, toca soportarlo con paciencia: “sustine et abstine”. Especial contenido tiene spatio brevi spem longam reseces, que recorte una larga esperanza en una vida breve, tema frecuente en Horacio, como se puede apreciar en la oda cuarta: Vitae summa brevis spem nos vetat inchoare longam”, en la novena: quid sit futurum cras fuge querere, o el Quid brevi fortes iaculamur aevo multa? como dice a Grosfio en la 16 del libro II, o finalmente en el fugit inevitabile tempus. El vocablo reseces, usado por Horacio, es una metáfora de la vida rural, posible escenario de esta conversación de amigos: se refiere a la poda que recorta el árbol para hacerlo más productivo. Así mismo, recomienda a Leucónoe el sapias, vina liques, esto es, que sea sensata y purifique el vino. El verbo sapere, cuya raíz se relaciona con los términos griegos safés, claro, patente, y sofós, sabio, a la vez nos da la idea de saborear y de ser sabio, prudente, sensato; una prueba de esta sensatez es filtrar, clarificar el vino, hacerlo más agradable al gusto. El dum loquimur fugerit invida aetas nos evoca el conocido eheu fugaces, Postume, Postume, labuntur anni, de la oda 14, del libro II.

Llegamos así al verso final, carpe diem quam minimum credula postero, que a tantas versiones ha dado lugar. Veamos solo algunas de ellas. Rafael Pombo traduce: “¡Recoge el presente, y apúralo, y nunca le fies ni un ápice al sol que vendrá!”. Por su parte Miguel Antonio Caro dice: “no fíes crédula en día venidero; goza éste que se va”. Ismael Enrique Arciniegas tradujo: “Aprovecha tu día placentera y no esperes el día de mañana”. El jesuita ecuatoriano Aurelio Espinosa vertió: “Goza el día de hoy. ¿Quién sabe si mañana otro tendrás?”. Con todo, me parece de especial valor poético la traducción libre de don Luis de Góngora: “Coge la flor que hoy nace alegre, ufana, ¿qué sabes si otra nacerá mañana?”.

Para concluir, y como homenaje a un distinguido sacerdote, oriundo de Sonsón, latinista consumado, el padre Roberto Jaramillo Arango, fallecido en Bello hace cuarenta años, escuchemos su traducción de la oda en dísticos:

Escudriñar no quieras, los dioses lo han vedado,
El fin que a ti y a mí tienen predestinado.
Los babilonios números, Leucónoe candorosa,
Querer interpretar es harto vana cosa.
Haz pecho a la fortuna, ora Jove nos preste
Vivir muchos hibernos, ya sea el postrero éste
En que el mar Tirrreno el oleaje choca
En sus anchas riberas contra la inmóvil roca.
Filtra tus vino, sabia, y ciñe a la templanza
Los fáciles motivos de una loca esperanza.
Mientras aquesto hablamos, esquivo y presuroso
Con sus ligeras alas huye el tiempo envidioso.
Coge la flor del día, hoy alegre y ufana,
Desechos sus verdores y marchitos mañana.

Conclusión. Esta exposición se ha centrado en la enseñanza de las humanidades por los jesuítas, no solo en el período colonial, como el título de la conferencia reclamaba, sino también en el período independiente, al menos en la formación de los aspirantes a la Orden. Pero es necesario aclarar que no han sido ellos la única comunidad que ha cultivado los estudios humanísticos. Sin embargo, su labor es la más estudiada y consistente. Baste considerar que en el siglo XVIII, por la época en que el rey los expulsó de la Nueva Granada, había en éste virreinato 23 colegios, 13 de los cuales pertenecían a los “expulsos”, como aquel ordenó llamarlos. Claro está que no en todos los colegios de la Orden se seguía el plan antes descrito, que era exclusivo de san Bartolomé, pero sí se tenían al menos los dos primeros años de gramática. En ese plan se formaron en el período colonial, entre otros, Fernando Fernández de Valenzuela, cuya labor como latinista tanto destacó don José Manuel Rivas Sacconi, como el brillante pensador antioqueño Félix José Restrepo Vélez, quien dictaba sus revolucionarias clases de filosofía en el Seminario de san Francisco, en Popayán, en excelente latín, a discípulos tan aventajados como Camilo Torres o Francisco José de Caldas. En el siglo XIX, en su corta estadía durante el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861), tuvieron como discípulo en la capital al eminente latinista Miguel Antonio Caro; y ya en el siglo XX entre los miembros de la orden se cuentan los padres Félix Restrepo Mejía y Manuel Briceño Jáuregui, antioqueño el primero y santandereano el segundo, destacados helenistas y latinistas, que ocuparon la presidencia de la Academia Colombiana de la lengua y publicaron numerosos textos sobre la lengua y la cultura griega.

Otras comunidades, como los agustinos, dominicos y franciscanos en el período colonial, o los eudistas, corazonistas y salesianos, además de numerosos seminarios del clero diocesano, cultivaron en el período independiente el estudio de las lenguas clásicas, en especial del latín, y de ellos salieron magníficos escritores, traductores y maestros, como el ya citado sonsoneño padre Roberto Jaramillo Arango.

Con todo, las reformas a los planes de estudio del bachillerato en el país a mediados del siglo anterior y poco después los cambios en la liturgia católica impulsados por el concilio Vaticano II dieron el golpe de gracia a estos esfuerzos. Queda hoy muy poco de esa enseñanza en algunas universidades y en los seminarios, pero lejos de la intensidad, profundidad y duración de aquellas épocas.

Por ello considero que es digno de aplauso este seminario en cuanto trata de fortalecer esos pequeños núcleos, como el grupo de estudios clásicos y semíticos, en esta Universidad, o como el recién creado programa de filología hispánica en la Universidad de Antioquia, que buscan la conservación y amoroso cultivo de ambas lenguas clásicas como elemento fundamental e imprescindible de nuestra identidad cultural.

Muchas gracias.
Luis Javier Villegas Botero,
Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín
Mayo 5 de 2005


[1] Sobre el colegio de San Bartolomé he consultado, entre otras, estas obras: Del Rey Fajardo, José,
S. J., La “Facultad de Lenguas” en la Javeriana colonial y sus profesores, Bogotá, Editorial El Buho, 2004; Rivas Sacconi, José Manuel, El latín en Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977; Jaramillo Mejía, William, Real Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé, -Nobleza e Hidalguía- Colegiales de 1605 a 1820, Bogotá, Instituto de Cultura Hispánica, 1996; Pacheco, Juan Manuel, S. J. Los jesuitas en Colombia, Tomo I, Bogotá, 1959; Silva, Renán, Universidad y Sociedad en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Banco de la República, 1992.

[2] Sobre la Ratio Studiorum y los principios pedagógicos jesuíticos puede consultarse, además de los textos mencionados en la cita anterior, a Francois Charmot, La Pedagogía de los jesuitas, sus principios, su actualidad. Madrid, Sapientia, 1952.

[3] Padre Gonzalo de Lyra. Letras Annuas de la Provincia del Nuevo Reino de Granada de los años 1611 y 1612. Citado por Del Rey Fajardo, José, op. cit. Pg. 17.

[4] Citado por Del Rey, José. Op. cit. pg. 27

[5] Springetti, Emilio. “Storia e fortuna della grammatica di Emmanuele Alvares S. J.”, em Humanitas, Coimbra, vols. XIII-XIV (1962), 283-304. Apud, Del Rey, José, loc. cit.

[6] Rivas Sacconi, José Manuel. El latín en Colombia, p.424.
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