DOCTORAL DEL P.
ALBERTO SORIA JIMÉNEZ, O.S.B.
Nos hallamos ante un
trabajo que aborda científicamente un tema que en los últimos años
ha sido objeto de acaloradas controversias. Sin embargo, desde el
inicio deben tenerse muy presentes dos rasgos de esta obra: su
carácter académico y la pertenencia del autor a una comunidad que
es fiel a los grandes
principios de la liturgia, pero en la que no se celebra la forma
extraordinaria del rito romano. Ello le ha permitido observar la
situación “desde fuera”, posibilitando así la gran objetividad
reflejada en su investigación. Por otra parte, si bien esta tesis
doctoral se ha presentado en una Facultad de
Derecho Canónico, el tratamiento de los aspectos históricos y
litúrgicos pone de manifiesto la competencia del autor también en
esos ámbitos.
Muchos aspectos
destacan en este trabajo. En primer lugar, la variedad y amplitud de
fuentes y autores consultados, tal y como se evidencia en los más de
quinientos del índice onomástico. Esta completa bibliografía, que
supera los mil seiscientos títulos, compendia gran número de
recientes publicaciones impresas en lenguas diversas y no siempre
accesibles, lo que convierte a esta obra en única para el estudio
del tema. Dentro de esta bibliografía sobresale un elenco, cuya
exhaustividad podemos intuir, de los textos de Joseph
Ratzinger/Benedicto XVI sobre la continuidad litúrgica y temas
afines. Otra característica de esta investigación es la exposición
objetiva y extensa del status quaestionis, que permite conocer las
posturas a favor y en contra de las medidas de Benedicto XVI. En los
textos citados, muchos críticos de las mismas dejan entrever una
concepción acerca del concilio y de la reforma litúrgica que
manifiesta claramente que la difusión generalizada de la
“hermenéutica de la ruptura”, como modo de comprender estos
eventos, lejos de ser una fantasmagoría, es una realidad bien concreta.
En segundo lugar,
este trabajo nos brinda un análisis detenido y profundo de la
terminología de Summorum Pontificum, destacando el tratamiento de
términos como “rito”, con distinciones que iluminan acerca de la
controvertida expresión “dos formas del mismo rito” y que
solucionan de manera convincente lo que parecía contradictorio,
confuso y criticable a muchos, de uno y otro lado. Son dignas de
mención asimismo las precisiones en torno a numquam abrogatam, sobre
la prohibición del misal anterior.
Apoyado en la rica
bibliografía, en el vocabulario y en los conceptos fundamentales, el
autor analiza meticulosa y detalladamente los documentos pertinentes,
realizando así una exégesis sólidamente fundada.
Si, por otra parte,
tenemos en cuenta los medios de los que se valen los canonistas para
la interpretación de la ley, este trabajo constituye sin duda un
precioso material. En efecto: el medio primario de interpretación es
la atención al significado propio de las palabras, considerado en el
texto y en el contexto. Pero esta significación comporta no solo ni
principalmente su sentido común, sino su sentido usual jurídico y
debe entenderse en consonancia con las definiciones del código y de
la doctrina. El sentido literal debe contextualizarse, para no hacer
violencia a la materia tratada en virtud de una excesiva literalidad.
Como la aplicación de todo esto no siempre es fácil, en caso de
duda u oscuridad el código prescribe recurrir no solo a los lugares
paralelos sobre la misma materia, sino también al fin y a las circunstancias
de la ley: entre otras, la ocasión en que esta se promulga, el
tiempo y lugar y especialmente su proceso de elaboración.
Todo esto contribuye
a determinar la mens legislatoris, elemento clave, en última
instancia, de la interpretación de la ley.
La amplia
documentación presentada en este trabajo permite hallar esos
diversos elementos de interpretación de la ley aplicados al motu
proprio, lo que lo convierte en un valioso auxiliar para determinar
la mens legislatoris del documento y en útil vademécum en el
momento de tomar decisiones para su recta
aplicación.
Por todo lo dicho,
este estudio constituye tanto una referencia para el estudio como una
guía para la aplicación práctica de Summorum Pontificum y de la
instrucción Universae Ecclesiae.
Sin embargo, no se
trata de una obra meramente técnica, interesante solamente para los
especialistas. Por ello quisiera detenerme en algunos aspectos que
conciernen a un público mucho más amplio y cuya lectura puede
invitar a una enriquecedora reflexión.
La concepción,
claramente presente tanto en el motu proprio como en los documentos a
él vinculados, de que la liturgia heredada constituye una riqueza a
conservar, se comprende en el espíritu del movimiento litúrgico en
la línea de Romano Guardini, al que Benedicto XVI tanto debía en su
relación personal con la liturgia desde su juventud. La detallada y
documentada historia del proceso, desde su comienzo en los 70 hasta
hoy, que el autor de este trabajo nos brinda, muestra cómo esta
legislación no fue fruto momentáneo
de una presión ni un reflejo de un parecer personal y aislado del
papa, sino que otras personas deseaban desde hacía tiempo una
solución semejante. Estos criterios del joven sacerdote Joseph
Ratzinger se afianzaron y afinaron con el correr de los años y
fueron asumidos por Juan Pablo II, que habría considerado la
posibilidad de proveer una legislación oportuna.
El clima entre los
cardenales designados para reflexionar sobre el tema era favorable.
La comisión cardenalicia instituida por Juan Pablo II, en la que es
innegable la influencia del cardenal Ratzinger, habría propuesto
“eliminar la impresión de que todo misal sea el producto temporal
de cada época histórica” y habría afirmado que “las normas
litúrgicas, no siendo verdadera y propiamente «leyes», no pueden
ser abrogadas sino subrogadas: las precedentes en las sucesivas”.
Es muy importante la demostración,
presente en esta investigación, de que la actitud de Benedicto XVI
no constituye tanto una novedad o cambio de rumbo de gobierno, cuanto
una concreción de lo que ya Juan Pablo II había emprendido con
iniciativas tales como la consulta a la comisión cardenalicia, el
motu proprio Ecclesia Dei y la creación de la Pontificia Comisión
del mismo nombre, la misa del cardenal Castrillón Hoyos en Santa
María la Mayor en 2003 o las palabras del papa a la congregación
del culto divino en ese mismo año.
La historia del
proceso hace ver que, desde el inicio, el deseo de conservar la forma
tradicional de la misa no era exclusivo de integristas, sino que
gente del mundo de la cultura o escritores como Agatha Christie o
Jorge Luis Borges firmaron una carta solicitando su preservación y
S. Josemaría Escrivá hizo uso de un indulto personal otorgado
espontáneamente por el mismo Mons. Bugnini. Se advierte también la
preocupación de Benedicto XVI por poner de relieve que la Iglesia no
desecha su pasado: al declarar que el misal de 1962 “no ha sido
jamás jurídicamente abrogado”, ha puesto de manifiesto la
coherencia que desea mantener la Iglesia. En efecto, ella no puede
permitirse prescindir, olvidar ni renunciar a los tesoros y a la rica
herencia de la tradición del rito romano, pues sería una traición
y una negación de sí misma, porque no se puede abandonar la
herencia histórica de la liturgia de la Iglesia, ni querer
establecer todo ex novo sin amputar partes fundamentales de la misma
Iglesia.
Otro aspecto
importante surge de la lectura del relato histórico de esta obra:
los avances que ha habido a lo largo de estos años en la
sensibilidad pastoral con respecto a estos fieles, la mayor atención
a su persona y a su bien espiritual. En efecto, la legislación en un
principio fue muy limitada, tenía solo en cuenta al mundo clerical y
prácticamente ignoraba a los laicos, dado que la principal
preocupación era disciplinar: controlar la potencial desobediencia a
la legislación que se acababa de promulgar. Con el tiempo, la
situación ha ido tomando un mayor perfil pastoral, para ir al
encuentro de las necesidades de estos fieles, lo que se termina
reflejando en un fuerte cambio de tono en la terminología usada: es
así que ya no se habla más del problema” de los sacerdotes y
fieles que seguían vinculados al llamado rito tridentino, sino de la
“riqueza” que su conservación representa.
Se ha creado de este
modo una situación análoga a la que había sido normal por tantos
siglos, porque debemos recordar que san Pío V no impidió el uso de
las tradiciones litúrgicas que tuvieran al menos
doscientos años de
antigüedad. Muchas órdenes religiosas y diócesis conservaron así
su rito propio; como arzobispo de Toledo, he podido vivir esta
realidad con el rito mozárabe. El motu proprio ha modificado la
situación reciente, haciendo comprender que la celebración de la
forma extraordinaria debería ser normal, eliminando todo
condicionamiento por razón del número de fieles interesados y no
poniendo otras condiciones, para participar en dicha celebración,
que las normalmente requeridas para cualquier
celebración pública de la misa, lo que ha permitido un amplio
acceso a esta herencia que, si bien de derecho era un patrimonio
espiritual de todos los fieles, es, de hecho, ignorada por una gran
parte. En efecto, las restricciones actuales a la celebración en la
forma extraordinaria no son distintas que las que hay para cualquier
otra celebración, en el rito que sea.
Los que quieren ver,
en la distinción que hace el motu proprio entre cum y sine populo,
una restricción a la forma extraordinaria, olvidan que tampoco con
el misal promulgado por Pablo VI cabe celebrar cum populo sin
autorización y acuerdo del párroco o rector de iglesia.
Por otra parte, la
posibilidad, contemplada expresamente en el motu proprio, de que en
la celebración sine populo se admita sin obstáculos la presencia
espontánea de fieles (expresión que ha provocado más de una ironía
por parte de los críticos del documento) no ha hecho sino acabar con
la extraña circunstancia de que, aunque celebrada por un sacerdote
en situación canónica completamente regular, esta misa quedaba
cerrada a la participación de los fieles solo en razón de la forma
ritual usada, forma que por otra parte estaba plenamente reconocida
por la Iglesia. Se ha evitado también reeditar la situación de los
70, en la que sacerdotes que no podían adoptar el nuevo misal por
motivos de salud, edad, etc., se veían condenados a no poder
celebrar nunca más la eucaristía con una comunidad, por muy
reducida que fuera, lo que sería visto, según la sensibilidad
actual, como discriminatorio. Por otra parte, restringir
deliberadamente la misa cum populo, limitando en la práctica la
celebración de la forma extraordinaria a la misa sine populo,
contradiría las palabras e intenciones de la constitución
conciliar: “Siempre que los ritos…admitan una celebración
comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles,
incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una
celebración individual y casi privada” (Sacrosanctum Concilium
27).
Es indudable que, a
mediados del siglo XX, una profundización y una renovación de la
vida litúrgica eran necesarias. Pero, con frecuencia, esta no ha
sido una operación perfectamente lograda. Ha habido una “reforma”,
un cambio en las formas, pero no una verdadera renovación tal como
propone la Sacrosanctum Concilium. A veces el cambio se ha realizado
con un espíritu superficial, el criterio parece haber sido alejarse
a toda costa de un pasado que era percibido como totalmente negativo
y superado, como un cambio absoluto, como si se debiese crear un
abismo entre el pre y el post concilio, en un contexto en el cual el
término “preconciliar” era usado como insulto, pero el verdadero
espíritu del documento conciliar no es el de encarar la reforma como
una ruptura con la tradición sino, por el contrario, como una
confirmación de la Tradición en su sentido profundo.
Prueba de esto son
las palabras del gran liturgista Josef Jungmann, uno de los
inspiradores de la reforma litúrgica, al comentar el artículo 23 de
la constitución conciliar: “La reforma de la liturgia no puede ser
una revolución. Ella debe intentar tomar el verdadero sentido y la
estructura fundamental de los ritos transmitidos por la tradición y
valorizando prudentemente lo que está ya presente, los debe
desarrollar ulteriormente de manera orgánica, yendo al encuentro de
las exigencias pastorales de una liturgia vital”.
Estas luminosas palabras señalan los ideales que “deben servir de
criterio para toda reforma litúrgica” y de los que Jungmann dijo:
“Son los mismos que han sido seguidos por todos aquellos que con
perspicacia han pedido la renovación litúrgica”. Algunos de estos
principios son universales, como dice la misma constitución
conciliar: “Entre estos principios y normas hay algunos que pueden
y deben aplicarse lo mismo al rito romano que a los demás ritos”
(Sacrosanctum Concilium 3); en coherencia
con esto, también la celebración en la forma extraordinaria del
rito romano debería ser iluminada por la constitución conciliar en
sus diez primeros números, donde se exponen los principios
universales de la liturgia.
Es así como el
concilio afirma que el Señor no solo envió a los apóstoles “a
predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de
Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás
y de la muerte y nos condujo al reino del Padre, sino también los
envió a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el
sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida
litúrgica” (Sacrosanctum Concilium 6).
Allí se enseña
también que el fin de la celebración litúrgica es la gloria de
Dios y así se produce la salvación y santificación de los hombres,
pues en la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los
hombres santificados” (Sacrosanctum Concilium 7); y no olvidemos,
por lo demás, que son los santos, santificados por Él, los
verdaderos adoradores de Dios, los profundos reformadores del mundo,
testigos del mundo futuro que no perece.
Como recordaba el
entonces cardenal Joseph Ratzinger, “mirado retrospectivamente, el
hecho de que la constitución litúrgica se colocase al comienzo del
Vaticano II, tiene el sentido preciso de que en el principio «está
la adoración». Y por lo tanto, Dios. Este principio corresponde a
las palabras de la regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur. La
Iglesia, por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios y,
por ella, está irrevocablemente ligada a la liturgia, cuya sustancia
es la reverencia y la adoración a Dios, el Dios que está presente y
actúa en la Iglesia y por ella.
Una cierta crisis,
que ha podido afectar de manera importante a la liturgia y a la misma
Iglesia desde los años posteriores al concilio hasta hoy, se debe al
hecho de que frecuentemente en el centro no está Dios y la adoración
de Él, sino los hombres y su capacidad «hacedora». En la historia
del posconcilio ciertamente la constitución sobre la liturgia no fue
entendida a partir de este primado fundamental de Dios y de la
adoración, sino como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer
con la liturgia. Sin embargo, cuanto más la hacemos nosotros y para
nosotros mismos, tanto menos atrayente es, ya que todos advierten
claramente que lo esencial se ha perdido”. Cuando sucede lo que el
cardenal Ratzinger describía, es decir, cuando se pretende que la
liturgia la hagamos nosotros y esto se impone, entonces, los fieles y
las comunidades se secan, se debilitan y languidecen.
Por eso es
absolutamente infundado decir que las prescripciones de Summorum
Pontificum serían un “atentado” contra el concilio; una
afirmación tal manifiesta un gran desconocimiento del concilio
mismo, pues el hecho de brindar a todos los fieles la ocasión de
conocer y apreciar los múltiples tesoros de la liturgia de la
Iglesia es precisamente lo que deseó ardientemente esta magna
asamblea al decir: “El sacrosanto concilio, ateniéndose fielmente
a la Tradición, declara que la Santa Madre Iglesia atribuye igual
derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere
que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios”
(Sacrosanctum Concilium 4).
Del mismo modo,
observamos que cuando se denuncian actitudes o posiciones de “rechazo
al concilio” esto es siempre en un único sentido, es decir, en el
de quienes no aceptan el estado actual de la liturgia, aun cuando en
muchos casos las actitudes y usos que provocan ese rechazo no
provengan del concilio en sí mismo ni sean una aplicación de sus
principios, sino que, por el contrario, con frecuencia se trata de actitudes y usos que en realidad lo traicionan, por ser
diametralmente opuestos a lo que la asamblea conciliar expresó.
Mientras que nadie habla, o si lo hace lo hace con un juicio mucho
menos riguroso, de la desobediencia y “rechazo”, por desgracia
tan frecuentes, a los grandes principios claramente expuestos por el
concilio. Por eso el entonces cardenal Ratzinger ha llegado a decir:
“El mayor obstáculo para una aceptación pacífica de la
estructura litúrgica renovada está en la impresión de que la
liturgia se ha dejado abandonada a la inventiva de cada uno”. Y
decía en otra ocasión, hablando de la liberalización de
la celebración de la antigua liturgia, que “no se trata de un
ataque contra el concilio, sino de una realización de este (me
atrevería a decir) incluso más fiel que lo que actualmente se
presenta como realización del concilio”.
Otro aspecto sobre
el que llama la atención el trabajo que presentamos, y que es
urgente no perder de vista, es la repercusión negativa que pueden
tener estas discusiones intraeclesiales en el ámbito del ecumenismo.
Con frecuencia, en medio de la polémica, no se advierte que las
críticas al rito recibido de la tradición romana alcanzan también
a las demás tradiciones, en primer lugar a la ortodoxa: ¡casi todos
aquellos aspectos litúrgicos que fuertemente atacan quienes se han
opuesto a la conservación del misal antiguo son
precisamente aspectos que teníamos en común con la tradición
oriental! Un signo que confirma esto, por contraste, son las
expresiones entusiastamente positivas que han llegado del mundo
ortodoxo al publicarse el motu proprio. Este documento se convierte
así en un punto clave para la “credibilidad” del ecumenismo,
pues, según expresión del presidente del Pontificio Consejo para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos, el cardenal Kurt Koch,
“promueve, de hecho, si se puede decir así, un «ecumenismo
intra-católico»”. Podríamos decir, en consecuencia, que la
premisa ut unum sint presupone el ut unum maneant de modo que, como
escribe dicho cardenal, “si el ecumenismo intra-católico
fracasara, la controversia católica sobre la liturgia se extendería
también al ecumenismo”.
Benedicto XVI
manifestó con su legislación su amor paterno y comprensión hacia
aquellos que están especialmente vinculados con la tradición
litúrgica romana y que corrían el peligro de convertirse, de modo
permanente, en marginados eclesiales; es así como, hablando de esto,
recordó con claridad que “nadie está de más en la Iglesia”,
dando muestras de una sensibilidad que anticipaba la preocupación
del actual papa Francisco por las “periferias existenciales”.
Todo esto constituye sin duda un signo fuerte para los hermanos
separados.
Pero el motu proprio
ha producido además un fenómeno que es para muchos sorprendente y
que constituye un verdadero “signo de los tiempos”: el interés
que la forma extraordinaria del rito romano suscita, especialmente
entre jóvenes que nunca la vivieron como forma ordinaria y que
manifiesta una sed de “lenguajes”, que no son ya los de “más
de lo mismo” y que nos llaman desde fronteras nuevas y, para muchos
pastores, imprevistas. El abrir la riqueza litúrgica de la Iglesia a
todos los fieles ha hecho posible el descubrimiento de los tesoros de
este patrimonio a quienes aún los ignoraban, con lo que esta forma
litúrgica está suscitando más que nunca numerosas vocaciones
sacerdotales y religiosas a lo largo del mundo, dispuestas a entregar
sus vidas al servicio de la evangelización. Esto se ha visto
reflejado de un modo concreto en la peregrinación a Roma del pasado
noviembre, en agradecimiento por los cinco años del motu proprio,
que aunó a peregrinos de todas partes del mundo bajo el sugestivo
lema Una cum Papa nostro y que ha sido, por su gran despliegue, por
su numerosa concurrencia y, sobre todo, por el espíritu que animaba
a los participantes, una confirmación palpable de lo acertada que ha
sido esta legislación, fruto de tantos decenios de maduración.
La impresión más
fuerte que queda después de la lectura de este trabajo, es que la
estructura jurídica fundada por el motu proprio no está limitada a
ser la respuesta a una problemática acotada en el tiempo, sino que
se apoya en principios teológicos y litúrgicos permanentes, creando
así una situación jurídica sólida y bien definida que independiza
al tema tanto de corrientes de opinión como de decisiones
arbitrarias. De este modo, mientras que, para unos y otros, durante
años el problema y la discusión han girado en torno a un juicio
sobre una cuestión que, en última instancia, pertenece a la
disciplina histórica, Benedicto XVI, por encima de la discusión
“teórica”, ha intentado resaltar la necesidad de llegar a una
coherencia teológica y, sobre todo, de obtener un importante fruto
pastoral.
Esperamos que este
libro pueda ayudar a un mayor conocimiento y a aportar asimismo
elementos para una recta aplicación del sabio legado de Benedicto
XVI en orden a la reconciliación litúrgica en el seno de la
Iglesia. Y puesto que consideramos que esta reconciliación litúrgica
es una urgente necesidad que precede a la evangelización y al
ecumenismo, me gustaría extenderme más sobre este aspecto,
ahondando en sus implicaciones.
Como decía
Benedicto XVI en su carta a los obispos de la Iglesia católica, de
10 de marzo de 2009: “La prioridad suprema y fundamental de la
Iglesia y del sucesor de Pedro en este tiempo es conducir a los
hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia. De esto se
deriva, como consecuencia lógica, que debemos tener muy presente la
unidad de los creyentes. En efecto, su discordia, su contraposición
interna, pone en duda la credibilidad de su hablar de Dios”.
Estas palabras
recuerdan, como este mismo papa repitió en diversas ocasiones, que
“el desafío de la nueva evangelización interpela a la Iglesia
universal y nos pide también proseguir con empeño la búsqueda de
la unidad plena entre los cristianos”. Por eso asumió “como
compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la
reconstitución de la unidad plena y visible de todos los seguidores
de Cristo”.
De este camino, que
estamos llamados a recorrer, forman parte también las
reconciliaciones pequeñas y medianas, como también recordaba
Benedicto XVI en la mencionada carta a los obispos de la Iglesia
católica, en el que la liturgia se ve interpelada directamente,
pues, como afirmaba siendo aún el cardenal Joseph Ratzinger: “detrás
de las diversas maneras de concebir la liturgia hay, como de
costumbre, maneras diversas de entender la Iglesia y, por
consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de
la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido el concilio quien
nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana”.
Y más recientemente insistió, en un discurso a obispos de Brasil,
en que “el centro y la fuente permanente del ministerio petrino
están en la eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y
culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Así podéis
comprender la preocupación del sucesor de Pedro por todo lo que
pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy
Jesucristo sigue vivo y realmente presente en la hostia y el cáliz consagrados”.
En este marco,
brevemente esbozado, se sitúan Summorum Pontificum y Quaerit semper.
Como explica Benedicto XVI, refiriéndose al primero de los
documentos citados, la puesta al día de las disposiciones dadas en
1988 sobre el uso del misal romano de 1962 busca “llegar a una
reconciliación en el seno de la
Iglesia”, reconciliación que supone, como punto de partida,
admitir la posibilidad de acciones litúrgicas diversas, en tanto que
respondan al mandato bíblico y expresen la misma fe en fidelidad con
la tradición viva de la iglesia. Pues, como dice el Catecismo de la
Iglesia Católica 1153, las formas ortodoxas de un rito no son otra
cosa que realidades vivientes, nacidas del diálogo de amor entre la
Iglesia y su Señor. Son expresiones de la vida de la Iglesia, en las
que se condensa la fe, la oración y la vida misma de las
generaciones y en las que se ha encarnado también, con una forma
concreta y en un mismo momento, la acción de Dios y la respuesta del
hombre.
Si se parte de esta
premisa, resulta comprensible que el concilio no haya proscrito o
abolido los textos litúrgicos anteriores a la reforma que, como
sucede con los actuales, hacen posible la liturgia, es decir, “una
vida común entre Dios y los hombres por la que los hombres llegan a
ser una sola cosa entre sí, porque han alcanzado la unión con Dios
en Cristo”, en expresión de Louis Bouyer. En realidad, una
liturgia ortodoxa, es decir, aquella que es expresión de la fe
verdadera, no es nunca una simple colección de ceremonias diversas
hechas sobre la base de criterios pragmáticos, de las que se puede
disponer de modo arbitrario.
Esta visión
conciliar de la liturgia implica una perspectiva de caridad que
supera prejuicios, que no ve una forma como superior a la otra, como
respuesta a su supuesta crisis pre o posconciliar. “Todo esto
significa que para la reforma de la liturgia se requiere una gran
capacidad de tolerancia dentro de la Iglesia, tolerancia que en este
terreno es el escueto equivalente de la caridad cristiana. El hecho
de que a menudo falte no poca de esa tolerancia es sin duda la crisis
de la renovación litúrgica entre nosotros. (...) Porque el culto
divino más auténtico de la cristiandad es la caridad” (Ratzinger,
El nuevo pueblo de Dios). Requiere ser conscientes de que “la
riqueza insondable del Misterio de Cristo es tal que ninguna
tradición litúrgica puede agotar su expresión” (Catecismo de la
Iglesia Católica 1201) y así se entiende que “las dos formas del
uso del rito romano pueden enriquecerse mutuamente”, como sugiere
la carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum
Pontificum.
Naturalmente, la
necesaria fidelidad al concilio, que ha presentado los principios y
normas básicas que todos los textos deben respetar, se manifiesta
cuando se viven los criterios esenciales de la constitución
Sacrosanctum
Concilium durante la celebración litúrgica, ya sea cuando se usan
los textos anteriores a la reforma o aquellos renovados, como
decíamos más arriba. A ese respecto decía el entonces cardenal
Ratzinger, con ocasión del décimo aniversario del motu proprio
Ecclesia Dei: “Por esto es importante atenerse a los criterios
esenciales de la constitución sobre la sagrada liturgia incluso
durante la celebración de la liturgia según los textos antiguos. En
el momento en que esta liturgia toca profundamente a los fieles por
su belleza, entonces la amarán y dejarán de estar en oposición
inconciliable con la nueva liturgia. A condición de que los
criterios se apliquen tal y como quiso el concilio”. Los textos
conciliares, leídos de manera apropiada, son cualificados y
normativos del magisterio dentro de la tradición de la Iglesia, como
expresa el motu proprio Porta fidei 5.
De hecho, como
recuerda el papa en la carta a los obispos que acompaña al motu
proprio, “para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de
las comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio,
excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería
coherente con el reconocimiento del
valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo”.
Es evidente que
continuarán existiendo acentos espirituales y teológicos
diferentes, pero no serán vistos como dos maneras opuestas de ser
cristiano; más bien serán el patrimonio de una sola y única fe. La
diversidad litúrgica
que aportan los dos usos del mismo rito romano es fuente de
enriquecimiento, porque se expresa en la fidelidad a la fe común, a
los sacramentos que la Iglesia ha recibido de Cristo y a la comunión
jerárquica.
En realidad, si de
ambas formas de celebración emerge claramente la unidad de la fe y
la unicidad del Misterio, esto no puede ser sino motivo de alegría
profunda y de agradecimiento. Por eso cuanto mejor se viva la
liturgia, cada uno en la forma propia, con una apertura de corazón
que supera exclusiones y prejuicios, entonces será posible vivir
aquella “unidad en la fe, libertad en los ritos, caridad en todo”.
Así pues, la
realización “práctica” de esta reconciliación en el seno de la
Iglesia es necesaria para proseguir de un modo creíble en el camino
evangelizador y ecuménico. De ahí su capital importancia. Nuestra
discordia, nuestra contraposición interna, como decíamos más
arriba, citando a Benedicto XVI, pone en duda la credibilidad de
nuestro hablar de Dios. Por eso hemos de hacer todo lo posible para
conservar y conquistar la reconciliación y la unidad. Como afirmaba
Juan Pablo II, “ciertamente urge en todas partes
rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la
condición es que se rehaga la trabazón cristiana de las mismas
comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones”
(Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici 34). En mi
opinión, el Santo Padre presenta dos caminos complementarios que
confluyen en un único objetivo común: que todos aquellos que tienen
verdaderamente el deseo de la unidad puedan permanecer en ella o
reencontrarla de nuevo.
Un primer itinerario
está encaminado a conservar, garantizando y asegurando a todos los
fieles que lo pidan, el uso del tesoro precioso que es la liturgia
romana en el usus antiquior. En estas celebraciones será necesario,
como decíamos antes, tener en cuenta también los criterios
esenciales de la constitución Sacrosanctum Concilium, tal y como el
concilio los ha querido, es decir sin rupturas artificiosas, como
recomienda la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum
caritatis 3.
Un papel
fundamental, en este primer camino hacia la reconciliación, lo juega
la adecuada y verdadera puesta en práctica de la instrucción
Universae Ecclesiae, aprobada por el Romano Pontífice el 8 de abril
de 2011.
Por otra parte,
existe un segundo itinerario que conduce a la tan anhelada
reconciliación: es el de todos aquellos que usan el misal publicado
por Pablo VI y reeditado en ediciones sucesivas, que “obviamente es
y permanece la forma normal (la «forma ordinaria») de la liturgia
eucarística”, como se dice en la carta a los obispos que acompaña
al motu proprio Summorum Pontificum. En este anhelado deseo de una reconciliación en el seno de la Iglesia, este segundo camino juega
un papel preponderante, pues es el que recorren la mayoría de los
fieles.
Como advierte el
Santo Padre en esa misma carta: “La garantía más segura para que
el misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea
amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo
con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la
profundidad teológica de este misal”.
No se puede ocultar
que, durante el período de renovación litúrgica y por desgracia
también ahora, ha habido dificultades y abusos, como recuerda
Benedicto XVI en la mencionada carta: “En muchos lugares no se
celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo misal,
sino que este llegó a entenderse como una autorización e incluso
como una obligación a la creatividad, la cual llevó a menudo a
deformaciones de la liturgia al límite de lo soportable. Hablo por
experiencia porque he vivido también yo aquel periodo con todas sus
expectativas y confusiones. Y he visto hasta qué punto han sido
profundamente heridas por las deformaciones arbitrarias de la
liturgia personas que estaban totalmente radicadas en la fe de la
Iglesia”.
En esta misma línea
se había definido, años antes, Juan Pablo II: “quiero pedir
perdón (en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos
hermanos en el episcopado) por todo lo que, por el motivo que sea y
por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud
también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de
las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y
malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración
debida a este gran sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el
futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo
que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de
reverencia y amor en nuestros fieles” (carta Dominicae Cenae 12).
En este contexto cobran mayor fuerza las palabras de
Benedicto XVI en la carta a los obispos: “en la celebración de la
misa según el misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más
intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella
sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo”.
Medio privilegiado
para secundar este deseo del Santo Padre será que sacerdotes y
fieles descubran las riquezas de la Ordenación General del Misal
Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa, “textos que
contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el
camino del pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia”
(Sacramentum caritatis 40).
A su vez, no se
puede dar por descontado que se conoce y aprecia toda la riqueza
litúrgica y pastoral que encierran. Desde esta perspectiva, sigue
siendo más necesario que nunca incrementar la vida litúrgica, a
través de una adecuada formación de los ministros y de todos los
fieles. “Es por tanto muy conveniente y
necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa
educación para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva
liturgia”, afirma Juan Pablo II en la carta Dominicae Cenae 9. La
liturgia va más allá de la reforma litúrgica, como afirmó este
papa en la carta apostólica Vicesimus quintus annus 14 y recordó
Benedicto XVI en el L aniversario de la fundación del Pontificio
Instituto Litúrgico, el 6 de mayo de 2011.
Con frecuencia se ha
prestado demasiada atención a las cosas puramente prácticas, con el
riesgo de perder de vista aquello que está en el centro, que es el
Misterio pascual. Es esencial retomar esta orientación como criterio
de renovación y profundizar así en lo que el concilio únicamente
había podido esbozar en
Sacrosanctum Concilium 5-7. En este sentido, el cardenal Ratzinger
pudo afirmar que “la mayor parte de los problemas ligados a la
aplicación concreta de la reforma litúrgica tienen relación con el
hecho de que no ha tenido suficientemente presente que el punto de
partida es la Pascua”. Y se comprende que la finalidad de la
reforma “no era tanto cambiar los textos como renovar la
mentalidad, poniendo en el centro de la vida cristiana y de la
pastoral, la celebración del Misterio pascual”
(Benedicto XVI, discurso en el L aniversario de la fundación del
Pontificio Instituto Litúrgico).
La Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, bajo cuya
responsabilidad ha sido puesto todo el ámbito de la liturgia y a la
que corresponde regularla y promoverla, según dispuso Juan Pablo II
en la constitución apostólica Pastor bonus 62, ha recibido, por el
motu proprio Quaerit semper de 30 de agosto de 2011, una orientación
decisiva a su cometido: “dedíquese principalmente a dar nuevo
impulso a la promoción de la liturgia en la Iglesia, según la
renovación querida por el Concilio Vaticano II
a partir de la constitución Sacrosanctum Concilium”.
Esta promoción de
la liturgia se encuentra, a su vez, íntimamente vinculada con la fe,
por lo que Benedicto XVI pudo decir, con ocasión de la preparación
al Año de la fe 2012-2013, que aquella era “una ocasión propicia
para intensificar la celebración de la fe en la liturgia y de modo
particular en la eucaristía, que es la cumbre a la que tiende la
acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su
fuerza. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada,
vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto
con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer
propio” (Porta fidei 4.9).
Confiamos a la Madre
de Dios el tiempo de gracia que estamos viviendo. Ella nos conducirá
al Hijo, de quien podemos fiarnos. Será Él quien nos guíe, incluso
en tiempos turbulentos, para que podamos redescubrir el camino de la
fe y así iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el
entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. A esto contribuirá,
sin duda, el presente libro de Fr. Alberto Soria, OSB, gran obra de
investigación que va a prestar un servicio importante a la
reconciliación litúrgica y, en consecuencia, a la nueva
evangelización y a la unidad cada día mayor, real y efectiva, en el
seno de la Iglesia. De nuevo mi más cordial felicitación y mi
agradecimiento más amplio a su autor por esta magnífica obra, un
gran servicio, por lo demás, tan propio de un hijo de san Benito.
Antonio Cañizares
Llovera
Cardenal Prefecto de
la Congregación para el
Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos
Roma, 25 de julio de
2013
Santiago Apóstol,
patrono de España